Como escribió Lev Semyonovich Vygotsky, el lenguaje transforma e influye en el pensamiento. Las palabras son una herramienta a través de la cual atribuimos sentido y significado a la realidad. En consecuencia, ningún lenguaje es neutral porque las palabras que elegimos se convierten en la lente a través de la cual interpretamos el mundo.
Quienes se expresan tienen una gran responsabilidad en el uso de un lenguaje inclusivo y no excluyente.
El lenguaje no excluyente, también llamado «extendido» o «amplio», pone a la persona en el centro, reconociendo y valorando cada diferencia.
El lenguaje inclusivo no es el resultado de un dogma, sino de un camino de concienciación que lleva a todos a reconocer y «desmontar» sus propios sesgos cognitivos que llevan a la re-propuesta, incluso sin quererlo, de estereotipos, expresiones sexistas, racistas y capacitistas.
Para no discriminar, las opciones lingüísticas deben ser claras, comprensibles, inequívocas y accesibles para todos. La inclusión, la claridad y la accesibilidad son elementos esenciales y están estrechamente vinculados entre sí, tal y como afirman los socios del proyecto europeo SIMPL4ALL.
Pero, ¿qué sucede cuando la discriminación no se basa solo en un aspecto, sino en un conjunto de múltiples categorías que subyacen a las desigualdades sociales? Pensemos, por ejemplo, cuando las condiciones relacionadas con el género y la raza/etnia, la edad, la orientación sexual, la discapacidad, la clase social o la religión están presentes simultáneamente e interactúan entre sí generando múltiples «discriminaciones».
Hablamos entonces de interseccionalidad, un término que se desarrolló en el seno de los movimientos feministas afroamericanos (caso judicial de Emma DeGraffenreid contra General Motors 1976).
En un famoso artículo de 1989, la activista y jurista Kimberlé Williams Crenshaw utilizó el término interseccionalidad para describir el entrelazamiento de opresiones que se deriva de la superposición o intersección de diferentes identidades sociales en una misma persona, identificando una analogía en el entrelazamiento de diferentes identidades con el tráfico en una intersección de calles, yendo y viniendo en las cuatro direcciones (metáfora de la encrucijada).
Desde entonces, el concepto de interseccionalidad ha influido significativamente en el enfoque de las desigualdades y en el desarrollo de políticas de igualdad («igualdad+»), también gracias al trabajo de las Naciones Unidas y la UE.